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Dossier
 
Teatro y filosofía. La ontología como puesta en escena
Theater and Philosophy. Ontology as Staging
 

iDMaría Luisa Bacarlett Pérez*

 

*Universidad Autónoma del Estado de México, México

 
Resumen

Se reflexiona sobre la coincidencia entre teatro y filosofía en la Grecia antigua, revisando también los argumentos que apelaron a su separación -en particular con Platón-, y el estado de tal relación en el pensamiento contemporáneo en autores como Derrida, Butler e Irigaray, para quienes el lenguaje, la vida social y la filosofía misma son actividades performativas, una forma de hacer o puesta en escena que despliega sus propios actores y escenarios. La filosofía puede ser vista entonces como un teatro que contiene en su interior otros teatros. La ontología sería parte de ellos, es decir, una serie de puestas en escena, cada una apostando por ser la representación genuina de la realidad. La metafísica expresaría, así, la confianza de que por debajo de estas escenificaciones -llamadas teorías o ideas- existe un mundo cierto que no es montaje, sino la realidad misma.

Palabras clave: 
Teatro; filosofía; performatividad; iteración; ontología.
 
Abstract

his article reflects on the coincidence between theater and philosophy in ancient Greece, the arguments that appealed to their distinction -particularly in Plato- are also reviewed, and the state of such relationship in contemporary thought: Derrida, Butler and Irigaray in particular, for whom language, social life, and philosophy are performative activities that express a staging with their own actors and stages. Philosophy can be conceived as a theater that contains other theaters within it. Ontology is part of them, that is, a series of stagings, each one trying to be the genuine representation of reality. Thus, metaphysics would express the confidence that beneath these stagings -theories or ideas- there is a certain world that is not montage, but reality itself.

Keywords: 
Theater; philosophy; performativity; iteration; ontology.
 
 
 

Es absolutamente asombroso que el mayor enemigo del teatro en filosofía es alguien cuyos diálogos se realizan en el teatro

Alain Badiou, In Praise of Theatre

Introducción

El presente trabajo es un intento por repensar las añejas conexiones entre teatro y filosofía. La filosofía puede verse como un gran teatro, con sus actores, sus actuaciones, su guion, sus personajes, su utilería, su escenario y lo que sucede tras bambalinas.

La idea no es nueva, autores como Alain Badiou, Michel Foucault o Gilles Deleuze1 expusieron, desde posturas distintas, la idea de que la filosofía tendría un gran parentesco con el teatro y que las ideas, las cuestiones y los conceptos filosóficos pueden verse como puestas en escena.2 En el caso del presente trabajo, nos abriremos paso por ciertos autores y problemas filosóficos que consideramos paradigmáticos. En particular hablaremos de la filosofía como teatro y después de la manera como la performatividad llegó a la problematización del lenguaje y de la propia ontología. No se trata, claramente, de un análisis exhaustivo, nos centraremos en realidad en ciertos momentos y autores que darían cuenta de la antigua y constante imbricación entre teatro y filosofía. Esta cercanía se debe, entre otras cosas, al carácter iterativo de los dos ámbitos, pues sin la repetición de las puestas en escena no habría teatro, pero tampoco filosofía. Ambos necesitan del gesto iterativo para conservar la obra, difundirla y transformarla.

Teatro, performatividad y filosofía

El tema de las relaciones entre teatro y filosofía ha adquirido un lugar importante en la discusión filosófica y social actual a partir de ciertos estudios tanto antropológicos como sociológicos y filosóficos. Entre éstos destacan, sin duda, los trabajos de Erving Goffman, John Austin, Jacques Derrida y Judith Butler, entre otros. Desde la década de los cuarenta del siglo pasado, el enfoque teatral y performativo ha cobrado vigor en la manera como entendemos los fenómenos sociales y humanos en general. Como lo expone Michael Hensel, la performatividad impactó fuerte a las humanidades y a las ciencias sociales alrededor de la mitad del siglo XX, sirviendo en su momento para entender la vida social como una forma de manifestación teatral, en la cual los individuos asumen un rol -no siempre de manera consciente- de acuerdo a la manera como se desempeñan o actúan frente a otros y situados en diferentes contextos, lo cual los constituye, en gran medida, como agentes sociales. Pero también la performatividad se retomó para explicar la relación intrínseca entre el hablar y el hacer, así como para problematizar la esfera del lenguaje.

Tomó forma durante las décadas de 1940 y 1950 con un movimiento intelectual conocido como el giro performativo: un cambio de paradigma en las humanidades y las ciencias sociales, con un enfoque para teorizar el performance como elemento social y cultural. La clave del movimiento fueron las obras de Kenneth Duva Burke, Victor Witter Turner, Erving Goffman y otros, las cuales se centraron en la elaboración de un paradigma dramatúrgico para ser aplicado a la cultura en general y que facilitó la visión de toda la cultura como performance. Igualmente influyentes fueron los escritos del filósofo británico del lenguaje John L. Austin, quien postuló que el habla constituye una práctica activa que puede afectar y transformar realidades.3 4

La performatividad llegó a la filosofía, principalmente, a través del lenguaje, pero esta afirmación es válida sólo si tenemos en cuenta el panorama filosófico del siglo XX, reconocer esto implica que ésta no ha sido la única forma de contacto entre los dos ámbitos. Antes de acercarnos a la manera como la filosofía hizo este encuentro reciente, tendríamos que reconocer que ésta y la performatividad han estado ligadas desde mucho antes. Pensemos en los Diálogos de Platón. El recurso al diálogo para acceder al conocimiento filosófico no es un recurso gratuito ni azaroso. En primer lugar, tengamos en cuenta que tanto Platón como Sócrates se mostraron siempre reacios a la escritura. Las reflexiones de Derrida al respecto nos han legado un rico ámbito de debate, pues han puesto sobre la mesa la cuestión de la primacía del habla sobre la escritura. Al estar ligada al alma, al aliento vital en el que se expresa nuestra parte racional y divina, la voz está más cercana a la verdad. La voz es ya copia de la Idea, pero es la copia más fiel del original. En cambio, la escritura sería vista como un fármaco, sustituto o veneno, una copia de la voz y por ende copia de copia, doblemente alejada de la verdad. Ontológicamente degradada, la escritura es el lugar de la sospecha y del engaño. De ahí que, en particular en el Fedro, se abogue porque la filosofía continúe ligada a la voz y, así, estar más cerca de la verdad. El argumento de la copia de copia no solamente sirvió para degradar a la escritura, también al arte en su conjunto. En la República, el artista debería ser expulsado de la polis pues su contribución al mantenimiento del orden y la justicia es nula, es más, su labor es perniciosa, pues al crear imágenes se aleja aún más de la verdad. El artista engaña y crea confusión, y permite que los principios del buen pensamiento -que coinciden con los principios de la lógica: identidad, no contradicción y tercero excluso- sean violados. Es cierto que esta animadversión platónica hacia los artistas no es igual en todos los diálogos, pero en la República el arte siempre quedará en el lugar de la sospecha. Frente a este panorama, no deja de ser paradójico que los diálogos terminan dándole un lugar central al arte dentro de la filosofía, al punto de convertirse en indiscernibles, pues cada diálogo puede verse como una escenificación teatral, montada en un cierto escenario y protagonizada por ciertos actores. Así, si bien Platón expone frecuentemente sus razones para atacar al teatro, al mismo tiempo lo recrea a través del diálogo socrático, aunque ciertamente trata de evitar los excesos teatrales: involucra a pocas personas, busca la verdad antes que el sentimiento y renuncia al espectáculo del coro y la danza.5 Aunque no buscan exactamente lo mismo, teatro y filosofía comparten desde la Grecia antigua muchos elementos. Para Alain Badiou, ambos tienen una historia común, y aunque el teatro tenía una vocación menos orientadora y directa que la filosofía, los dos se proponían llevar al interpelado a inquietarse por la propia existencia.

Fundamentalmente, el teatro y la filosofía comparten la misma pregunta: ¿cómo hablarle a la gente de tal manera que piensen sus vidas de otra forma de la que suelen hacerlo? El teatro elige los medios indirectos de representación y la distancia, mientras que la filosofía opta por el modo directo de enseñanza, en el presencial encuentro entre un maestro y un interlocutor. Tenemos por un lado la instrucción, a través del equívoco deliberado, de una actuación ante una audiencia reunida y, por otro, instrucción a través de una argumentación inequívoca y el diálogo cara a cara que sirve para consolidar consecuencias subjetivas.6

Teatro y filosofía instruyen, dan a conocer, hacen ver. No es gratuito que teatro y teoría vengan de la misma raíz, thea, la cual también encontramos en términos como teología. Thea remite finalmente a algo luminoso, algo que es todo brillo, es decir, algo que se hace ver y hace ver. Y ésa es precisamente la misión tanto del teatro como de la filosofía, enseñar, hacer ver, contemplar.7 Sin embargo, ambas no lo hacen de la misma manera. Como lo expone Badiou, el teatro lo hace a través de un equívoco deliberado, nos enseña indirectamente, nos cuestiona sobre la manera como vivimos y la posibilidad de vivir de otro modo. El rodeo supone entonces montar una escena, crear un escenario, dar lugar a roles con ciertos personajes, que éstos representen un papel a través de palabras, gestos, movimientos, vestuarios y situaciones. El teatro hace necesaria la medialidad performativa para convertirse en una experiencia cognitiva y emotiva. En este punto, y dirigiendo nuestra mirada ahora a la filosofía, sería oportuno preguntarnos si ésta podría ser ajena a toda forma de performatividad. El diálogo platónico sería la muestra de que es difícil separar ambos elementos.8

Recordemos que Platón, en su juventud, había escrito al menos una tragedia, pero al encontrarse con Sócrates, y la enorme impresión que causó en él su discurso, dejó las letras y se avocó a la filosofía. Al tomar este camino, contribuyó de manera decisiva a que la filosofía disputara a la poesía y a la misma tragedia el acceso a la verdad. Por ejemplo, durante el siglo V y principios del siglo IV a.C. los poetas aún no eran considerados enemigos de la verdad, al contrario:

Nadie juzgaba sus obras menos consagradas a la verdad que los tratados especulativos en prosa de historiadores y filósofos. Tampoco podemos olvidar que en el siglo V el principal instrumento educativo era el teatro. Con lo cual vemos que el teatro y la tragedia, en concreto, tenían una tarea educativa que cumplir y, además, era una educación popular, pues se dirigía a todos los atenienses, cosa que la filosofía no podía pretender, ya que siempre fue una instrucción minoritaria para determinados grupos de personas o escuelas. La tragedia, por el contrario, se representaba ante miles de espectadores.9

Platón abandona la tragedia y se dirige a la filosofía, pero termina haciendo una puesta en escena con sus propios personajes y diálogos.10 Es cierto que no escribe, lo que tenemos son transcripciones posteriores de lo que se supone fueron los diálogos expuestos oralmente dentro de la Academia. Lo importante es reparar que lo transcrito trataba de transmitir y conservar el medio privilegiado del filosofar platónico: el diálogo. Los diálogos, tal y como fueron plasmados, ocurrieron entonces en un cierto escenario, con ciertas personas envueltas en la discusión, con ciertos roles -el maestro, el guía, el discípulo, el amigo, el esclavo-, con retórica y poética; todo eso nos habla ya de un cierto componente performativo que era inseparable al acto filosófico. Pero si además a eso agregamos que los diálogos han llegado a nosotros finalmente en el modo de la escritura, entonces este componente se hace más evidente: se narran en una cierta situación, en un determinado escenario, con ciertos personajes que cumplen roles diferentes y usan retóricas distintas. Así, en lugar de encontrarnos con un pensamiento desencarnado y aséptico, el diálogo nos trasmite un pensamiento encarnado en ciertos personajes -que bien podríamos llamar personajes conceptuales a la manera de Deleuze-; sin embargo, esta materialización del pensamiento en ciertos personajes es inseparable de la forma del pensamiento: ¿la sobriedad y contundencia del pensamiento socrático -siempre crítica de los afeites y las vanidades mundanas- sería la misma sin la fealdad de Sócrates y su retórica muchas veces irónica? Es muy improbable, pues el pensamiento de Sócrates es todo eso: su retórica, su personaje, sus escenarios, sus dramatizaciones. Desde esta perspectiva, el diálogo encarna al pensamiento, le da una consistencia particular, lo envuelve de estados de ánimo y lo ubica en una cotidianidad. Todo esto nos muestra la dificultad de reducir al pensamiento a una idealidad abstracta y despegada del mundo, pues pensar siempre tiene lugar en el mundo, en una cierta situación y a través de una cierta performatividad. Reconocer que existe una intrínseca relación entre pensamiento y teatralidad implica entonces comenzar a cuestionar el acto mismo del pensar, en qué consiste, qué distintos modos puede tomar, repensar “la naturaleza de la relación entre las formas de pensamiento, las cuales incluyen conceptos, textos y expresiones, pero también imágenes, movimientos, sonidos y objetos materiales”.11

Hay, así, un lugar constante en el que coinciden filosofía y teatro, ambas requieren del despliegue performativo para expresarse. Como hemos visto, incluso históricamente, el teatro y la filosofía comparten comienzos y preocupaciones semejantes. Como lo apunta Badiou, los comienzos de la filosofía no pueden separarse de los del teatro clásico, en particular de la tragedia, a pesar de todos los intentos de la primera por dejar clara su distancia respecto a la segunda. Con todo, dice Badiou, el teatro siempre ha salido triunfante, fundamentalmente por dos razones: en primer lugar, por su enorme gama de posibilidades -hacer un monólogo, una diatriba, un diálogo, una escenificación enorme con docenas de actores, cambiar de escenarios, de vestuarios-; en segundo lugar, porque al final de cuentas la filosofía es también una especie de teatro: “Cada vez que un filósofo ataca el teatro, no se da cuenta de que en realidad está en proceso de apuntalar una forma de teatro contra otro”.12 Lo que expone aquí Badiou es que las ideas, lejos de existir incorpóreamente, como abstracciones ajenas a toda situación y contexto, en realidad siempre ocurren en medio de un hacer, con un cierto tono, expuestas por alguien concreto que monta y está montado en un escenario, y cuyo cuerpo no es ajeno a las ideas expuestas.

Aunque filosofía y teatro tienen como objeto hacer ver, enseñar, hacer reflexionar, se supone que el segundo lo haría de manera indirecta y dejando al espectador en la pasividad, mientras que la filosofía interpela directamente, hace pensar, interroga, nos convierte en parte de lo que se discute. Sin embargo, para Badiou, también hay aquí demasiadas suposiciones, pues no es necesario que el espectador se convierta de manera fehaciente en parte de la obra, es decir, aún sentado y aparentemente pasivo, el espectador transforma la obra no sólo al presenciarla -ningún espectador ve exactamente la misma obra-, sino se apropia de la misma a través de la manera como ésta lo afecta. “Los efectos del teatro pueden ser mayores cuando son indirectos y sus recursos dramáticos permanecen invisibles. Estos efectos pueden perfectamente inscribirse en el inconsciente del espectador sin que éste pretenda ser actor”.13 La filosofía también tiene un componente performativo que quizá es menos evidente, pero ello no impide reconocer que toda filosofía y todo sistema filosófico es un teatro, con su escenario, sus personajes, sus guiones, reacciones, posturas, maneras de hablar y de caminar, pero también con un espectador que puede tomar el lugar de la pasividad radical o el de la interacción entusiasta.

Aun así, en los diálogos platónicos el teatro frecuentemente cae bajo sospecha. En la República, en el libro X, abundan los argumentos a favor de que las artes queden fuera de la polis ideal. El teatro es una de ellas. En primer lugar, por su carácter mimético; es decir, en el teatro se trata de imitar la realidad, eso excita las conciencias y las confunde, y ciertamente si de lo que se trata es de una sociedad justa fundada en la verdad, ésta no puede enseñarse por medio de una representación -es decir, de la repetición de una imitación- expuesta a una masa tendiente a la fiesta y al desorden, poco concentrada en aprender idea alguna.

Así, hay por un lado un elemento dispuesto a una imitación múltiple y abigarrada, es el elemento excitable; por otro lado está el carácter reflexivo y sereno, siempre igual a sí mismo. Éste no puede ser imitado fácilmente, y si se le representa no es fácil conocerlo, sobre todo por parte de una masa reunida para la fiesta o ante la variedad de personas que se reúnen en el teatro, ya que esta imitación les presenta un estado de espíritu que les es extraño.14

Toda mímesis implica repetir, copiar. Pero cada repetición no hace más que alejarse del original. El teatro, en sus múltiples representaciones, multiplica también las iteraciones, las copias, y eso lo hace aún más sospechoso. Sin embargo, es claro que sólo podría haber teatro en la repetición, en la representación de la misma obra que nunca es la misma.15

La filosofía, que para Platón se alejaría del teatro precisamente por no acentuar este elemento mimético, al final también haría de la iteración algo imprescindible. Así como el teatro sólo existe en tanto escenificado, en tanto puesto en escena una y otra vez, la filosofía podría verse también como un conjunto de ideas que sobreviven gracias a su iteración. Como teatro, el pensamiento nunca conserva el mismo escenario, ni los mismos actores, ni la misma utilería, ni los mismos gestos. Podríamos preguntarnos: los diálogos de Platón, su autoridad, su lugar de referencia obligada, ¿todo esto existiría sin los comentarios, análisis, reflexiones y críticas reiteradas una y otra vez?, ¿ocuparía el lugar central que tiene una determinada obra en la historia de la filosofía sin toda esta repetición, de la misma manera que una obra de teatro sólo se conserva en las múltiples y diferentes puestas en escena que la repiten?

La filosofía no como pensamiento, sino como teatro: teatro de mimos con escenas múltiples, fugitivas e instantáneas donde los gestos, sin verse, se hacen señales: teatro donde, bajo la máscara de Sócrates, estalla de súbito el reír del sofista; donde los modos de Spinoza dirigen un anillo descentrado mientras que la substancia gira a su alrededor como un planeta loco; donde Fichte cojo anuncia «yo fisurado/yo disuelto»; donde Leibniz, llegado a la cima de la pirámide, distingue en la oscuridad que la música celeste es el Pierrot lunar. En la garita de Luxembourg, Duns Scoto pasa la cabeza por el anteojo circular; lleva unos considerables bigotes; son los de Nietzsche disfrazado de Klossowski.16

La filosofía y su historia pueden contemplarse como una repetición de diferentes puestas en escena, de distintos personajes ataviados de las formas más sobrias o más exóticas, unos blandiendo razones, otros ironías; unos puliendo discretamente pensamientos, otros forjando cargas de dinamita; unos sentados junto a la estufa, otros marcando en su caminar las horas de la ciudad. Y la repetición de tales escenas se vuelve indiscernible de la repetición de los pensamientos. Iteración que, sin embargo, no deja intactos ni a unos ni a otros, las escenas nunca son las mismas, los personajes y las ideas tampoco, porque algo cambia con cada presentación. Pero en este punto nos asalta una duda, si partimos de esta imagen, ¿no estaríamos atando a la filosofía a personajes, autores y grandes figuras que terminarían volviéndose inamovibles? Tal y como sucede con el teatro, diríamos que no, que los personajes y las escenas son aquello que emerge con cada iteración, con cada nueva puesta en escena. Con cada repetición de la obra los personajes y el escenario no son los mismos; pero al mismo tiempo, sin cada nueva puesta en escena no habría pensamiento ni filosofía.

Performatividad, iteración y lenguaje

Así como no hay teatro sin repetición, tampoco hay pensamiento sin iteración. Éste sería otro rasgo que teatro y filosofía comparten. Alguien podría objetar que hay un elemento que estabiliza esta incesante repetición en el teatro, es decir, el guion escrito, donde se establecen los personajes y los diálogos. Pero sería difícil argumentar que eso es teatro, en realidad éste aparece justamente en la puesta en escena, en todas aquellas repeticiones que siempre y en algún grado traicionan al original. ¿Y hay algún original? Lo mismo sucede con la filosofía: el pensamiento y las ideas sólo cobran verdadera existencia cuando se iteran, cuando se repiten en diversos contextos, bajo distintas miradas. Por ejemplo, volvemos a los diálogos platónicos para recuperar su sustancia, pero este intento sólo puede tener lugar repitiendo infielmente este pretendido original, analizándolo en otros contextos, leyéndolo en otros idiomas y sobre todo: leyéndolo. Para Derrida es precisamente porque Sócrates no puede estar presente ahora mismo, y sobre todo su voz, por lo que tenemos que conformarnos con leer lo que no quiso escribir -pues escribir era una forma de traicionar el pensamiento-, y paradójicamente es a través de lo más infiel a su pensamiento como podemos acercarnos a él. Sabemos que en el esquema derrideano esto muestra no solamente que el original es inalcanzable, sino que -a la manera de Lacan- es un fantasma que construimos vía la repetición, es decir, no es el original lo que da lugar a la copia o a la repetición, sino es la repetición lo que construye nuestra confianza en que hay un original. Al repetir tratamos de alcanzar ese origen pleno, pero es precisamente tal iteración lo que a la vez lo conforma y nos impide alcanzarlo.

Lo que en este contexto llamo iterabilidad es, a la vez, lo que tiende a alcanzar la plenitud y lo que impide el acceso a ella. A través de la posibilidad de repetir cada marca como la misma, ella da lugar a la idealización que parece ofrecer la presencia plena de objetos ideales (no presentes en el modo de la percepción sensible, y más allá de cualquier deíctica, inmediata), pero esta repetibilidad en sí misma hace que la presencia plena de una singularidad así repetida comporte en sí misma el reenvío a algo otro y fisure, así, la presencia que anuncia. Ésta es la razón por la cual iteración no es simplemente repetición.17

Derrida insiste en Limited Inc. que la iterabilidad no es igual a la permanencia y en esto el filósofo de origen argelino terminaría coincidiendo con Platón, sólo que mientras éste abomina de las copias, aquél les da la bienvenida. En el Fedro, la desconfianza respecto a la escritura viene de su carácter de copia, de su posibilidad de repetirse una y otra vez y, así, desvirtuar el pensamiento original. Al repetirse, el original no quedaría intacto y le sobrevendrían una serie de versiones deformadas. Es esta alteración lo que hace imposible la permanencia. Pero es precisamente esta no permanencia lo que pone en movimiento al pensamiento, lo abre a nuevos escenarios y a la posibilidad de pensar la diferencia. Frente a la permanencia, Derrida rescata la restancia, es decir, la iteración que no deja intacto al original, sino que lo abre a la alteración. “La restancia no equivale [ne revient pas] al reposo de la permanencia, y el «concepto» de restancia no es, lo reconozco, seguro [de tout repos]”.18

Hemos dado un salto al siglo XX. Si en un principio, con Platón, ha sido difícil separar lo teatral y lo filosófico, en el estado actual de la filosofía también lo es. Recurrimos también a Derrida para entender cómo, a partir del siglo pasado, filosofía y performatividad han vuelto a mostrar su cercanía. Derrida reconoce que la aparente traición de la escritura respecto a la voz en realidad es lo que hace posible pensar, pues el pensamiento no se desata cuando se repite exactamente lo mismo, sino cuando la iteración da lugar a la infidelidad. Ahora bien, para el filósofo argelino esta iteración lo único que prueba es la ausencia del origen, pero ello es lo que permite pensar, diseminar las ideas, transformarlas, abrirlas a nuevas posibilidades, alterarlas, pues no hay original al cual volver, o podríamos decir más justamente: es porque nos empeñamos en repetirlo por lo que nos alejamos de él. “Ningún contexto puede cerrarse sobre sí. Ni ningún código, siendo el código aquí, a la vez, la posibilidad y la imposibilidad de la escritura, puede cerrar su iterabilidad esencial (repetición/alteridad).”19 Podríamos decir que, a fuerza de repetir, hacemos dos cosas que parecen inconciliables: tratamos de reforzar el argumento original y a la vez le somos infieles. Esto es efecto de la propia repetición, pues cada vez que volvemos sobre una idea o una obra no la estamos inaugurando del todo, sino nuestra repetición se suma a las otras que nos han precedido y que de alguna forma repetimos al usar lo mismo que ellas: el lenguaje. Como expone Derrida, cada palabra es parásita de sus anteriores usos y adquiere este uso que le doy ahora gracias a esos usos pasados. No hay repetición fiel, pero sí iteración que parasita los usos anteriores y los transforma. De hecho, no sólo lo que hemos dicho parasita todo lo dicho o escrito anteriormente, sino que los abre a otros posibles usos. Por eso, para Derrida, una comprensión completa es imposible, pues no podemos abarcar todos los vericuetos de lo dicho, como tampoco podemos anunciar los caminos que tomará. “La posibilidad de una comprensión completa proviene exactamente de capturar todas las referencias parasitadas. Satisfacer esta demanda es evidentemente imposible. Dado que conocer un contexto total es imposible, un enunciado siempre está al borde de ser mal entendido”.20 No es que Derrida niegue llanamente la existencia de verdades, antes bien, aunque hubiera allá afuera una verdad plena y objetiva, al tamizarla por el lenguaje, al enunciarla en una situación concreta y de cierto modo, parasita lo ya dicho y abre una promesa de lo que puede decirse. Derrida utiliza el verbo profesar: cada vez que afirmamos algo profesamos cierta confianza o compromiso respecto a lo que decimos, actuamos respecto a lo enunciado como si fuera cierto. “Porque el acto de profesar es un acto de habla performativo y porque el evento que es o produce depende sólo de esta promesa lingüística, bueno, su proximidad con la fábula, la fabulación y la ficción, al ‘como si’, siempre será formidable.”21 Esta confianza carece de toda garantía, sin embargo, esto no es igual a decir que lo que proferimos se sostiene en la nada, pues cada vez que algo se profesa, cada vez que se repite, confiamos en que este como si se afiance más. Como hemos dicho, al iterar afianzamos y traicionamos. El éxito de la performatividad, en este sentido, reside en su capacidad de iteración. Aquí Derrida de nuevo es incisivo.

¿Un enunciado performativo podría tener éxito si su formulación no repitiera un enunciado “codificado” o iterable, dicho de otra manera, si la fórmula que pronuncio para abrir una sesión, lanzar un barco o iniciar un matrimonio no fuera identificable como conforme a un modelo iterable, si, por tanto, no fuera identificable de alguna manera como “citación”?22

Si pudiéramos repetir exactamente lo mismo que el original, de hecho, si existiera un original y pudiéramos reproducirlo sin la menor mácula, o al menos nos aferráramos a tal ilusión, estaríamos aún dentro del reino de la representación, de la copia. Sin embargo, lo que introduce la performatividad es la figura de una repetición que a la vez que intenta reproducir el original también lo desdibuja y se aleja de él. Tal gesto de infidelidad se debe al carácter situado, encarnado, escenificado de toda repetición: lejos de poder reproducir ideas abstractas desvinculadas de todo escenario, las iteramos a partir de ciertos personajes, en ciertos escenarios, en cierto modo y tono, en ciertas situaciones y contextos. Los metarrelatos filosóficos, su autoridad y grandeza, ¿podrían haber alcanzado tal estatus sin esta dinámica performativa que los ha llevado a una inagotable repetición, que a la vez que los refuerza también los abre a nuevos usos? Pero por performatividad Derrida no se refiere sólo a la idea de poner en escena, también con esta puesta intentamos producir algo en el mundo, “[…] en el sentido de intentar producir una verdad sobre el mundo, de la misma manera en que llamar a una revolución exige no sólo una cierta teatralidad, sino que también exige una revolución real. El significado del aspecto performativo del lenguaje para Derrida se encuentra precisamente en estas acciones productivas realizadas con palabras”.23 Iterar implica una cierta confianza en que repetir tendrá repercusiones concretas, sin tener control total sobre ellas. Así, sin ser pura representación y sin poder reducirse a mera copia, todo acto performativo abre una brecha de posibilidades que no están completamente bajo nuestro control, pero que nos permiten hacer cosas en el mundo. John Austin -a quien Derrida recurre para conformar su propia perspectiva- define los enunciados performativos como aquellos que no describen nada, que no son ni verdaderos ni falsos y donde el acto de expresar la oración es realizar una acción. “El nombre se deriva, por supuesto, de ‘realizar’, el verbo habitual con el sustantivo ‘acción’ indica que la emisión del enunciado es la realización de una acción. Normalmente no se piensa que sea simplemente decir algo”.24

Al hablar actuamos y modificamos el mundo en alguna forma. Por supuesto que cuando digo “¡Es ya muy tarde!” estoy diciendo algo, emito sonidos, emito ondas sonoras al mundo. Respecto al referente, éste no existe fuera de una convención y de una situación concreta: que nuestra reunión era a las 6 pm y que ahora son las 6:15 pm. Pero también produzco otro tipo de efectos, quizá que mi acompañante apure el paso, o se angustie por nuestro inminente retraso. El lenguaje, finalmente, está intrincado en la materialidad del mundo, de tal forma que es difícil separarlos; aquél no es una superficie pasiva en la que se proyectan las cosas como “pinturas de la realidad”, a la manera del primer Wittgenstein. En realidad, como lo descubre el segundo Wittgenstein, el lenguaje tiene muchos usos, uno de ellos está dirigido a corresponder con la realidad, pero hay otros usos y uno de ellos es de carácter performativo: hacemos cosas con las palabras y éstas modifican el mundo.

La teoría de los actos del habla abrió una veta que aún hoy sigue siendo explotada ampliamente dentro de la filosofía. En desarrollos teóricos recientes, como los de Derrida y Butler, vemos este intento por remarcar la cercanía entre pensamiento, iteración y performatividad. Con una reconocible cita heideggeriana, para algunos filósofos contemporáneos el lenguaje es nuestra manera de tener un mundo, de llegar a él, de actuar en él y de habitarlo. Como lo explica Judith Butler, trayendo a cuenta a Merleau-Ponty, el lenguaje en sí mismo está anclado en una materialidad -mi voz, mi boca, los sonidos que emito- y no puede separarse totalmente de ella. Mi propio cuerpo, desde el cual hablo y desde donde el lenguaje se manifiesta, es inseparable del mundo: el mundo sensible es el correlato de mi cuerpo (Merleau-Ponty, Le visible et l’invisible); este correlato forma un entrelazado que va en dos direcciones, de tal manera que mi cuerpo está en el mundo tanto como éste en aquél. Lenguaje y cuerpo son maneras de actuar en el mundo, de darle sentido, y aunque ninguno es causa del otro, tampoco pueden entenderse por separado.

Aunque no pueda decirse que el referente existe separado del significado, no puede reducírsele a éste. Ese referente, esa función permanente del mundo, ha de persistir como el horizonte y como “aquello que” hace su demanda en el lenguaje y al lenguaje. El lenguaje y la materialidad están plenamente inmersos uno en el otro, profundamente conectados en su interdependencia, pero nunca plenamente combinados entre sí, esto es, nunca reducido uno al otro y, sin embargo, nunca uno excede enteramente al otro. Desde siempre mutuamente implicados, desde siempre excediéndose recíprocamente, el lenguaje y la materialidad nunca son plenamente idénticos ni completamente diferentes.25

Una de las consecuencias de esta imbricación profunda entre lenguaje, cuerpo y mundo es que una distinción simple y discreta entre sujeto y objeto se evapora, es decir, es difícil defender un idealismo simple, en el cual lo material es producto de la actividad de sujeto; como también no cabe un empirismo inocente, en el cual el mundo y sus estados de cosas se imprimirían en la superficie pasiva de la conciencia. Antes bien, nos encontramos con un auténtico escenario, en el sentido más teatral y performativo de la palabra, con un montaje que hace del mundo un lugar familiar y habitable a partir de los performances de un sujeto que se conforma dinámicamente a partir de ellos. La materialidad del mundo está ahí como horizonte antes de que el sujeto entre en escena, pero se torna un lugar significativo cuando éste lo convierte en el escenario de sus actos y gestos; al mismo tiempo, al montar el escenario, el sujeto se conforma a sí mismo. Es en esta escenificación y en este ejercicio performativo que no solamente el sujeto se constituye, sino también el mundo en tanto lugar habitable y significativo. Así, por ejemplo, cuando Butler se pregunta por el género, que es ante todo una pregunta ontológica, se pregunta también por la manera en que cada sujeto se constituye con un cierto género, y tal conformación es inseparable de la manera como éste hace del mundo un escenario a partir de sus gestos, su lenguaje y su corporalidad. Decir que el género es performativo implica concebir al mundo como un escenario que se constituye a partir de los performances de los sujetos, de los roles que despliegan e innovan a partir de la normatividad que establecen los géneros instituidos.

El escenario de la diferencia sexual y la ontología

La filosofía no es ajena a la iteración, al contrario, necesita de ella. Pero en la tradición filosófica que hemos abordado -por ejemplo, con Platón- repetir es siempre un gesto sospechoso, sobre todo porque lo que se repite, por el hecho mismo de repetirse, carece de sustancia, siempre puede desviarse, ser infiel al original, pues adolece de plasticidad e inconstancia. Pero paradójicamente, y muy a pesar de la perspectiva platónica, sería este elemento plástico lo que le da su potencia y su fuerza subversiva.

La manera como Judith Butler piensa el género hace uso de un dispositivo teatral, a través de él la vida social se ve como un conjunto de escenarios montados por actores cuya actuación es inseparable de su carácter de sujetos. Estamos, así, ante un esquema performativo, donde la conformación de los sujetos es inseparable de los escenarios y actuaciones a través de los cuales se expresan y viven. Antes que Butler, Irving Goffman (Gender Advertisements, La presentación de la persona en la vida cotidiana) ya nos había adelantado que no hay un sí mismo detrás de las dramatizaciones de cada actor social, al contrario, tales dramatizaciones serían el único sí mismo al cual podría apelarse. Ahora bien, en esta manera de ver el mundo hay implícitamente una crítica a la metafísica. La metafísica sería la postura que asumiría que por debajo de estas escenificaciones existe en verdad un mundo cierto que no es teatro ni montaje, sino la realidad misma. Es decir, la metafísica sería la negación per se de todo escenario, o si se quiere, la afirmación de que si quitamos todos los velos -si salimos de la caverna- encontraremos el mundo verdadero, algo que no es montaje, sino la realidad misma. La crítica a la metafísica que está implícita en las propuestas de Butler y de Goffman parte de ahí: así como no hay un sí mismo detrás de todas nuestras dramatizaciones y no existe un género natural detrás de todos nuestros performances, así también no hay un mundo verdadero detrás de las ideas filosóficas que, como insiste Badiou, no tendrían lugar, o carecerían de fuerza y profundidad, sin su carácter teatral, sin su escenario y sus dramatizaciones.

La filosofía podría entonces ser vista como un teatro de ideas, un ejercicio performativo del pensamiento, un teatro que ha privilegiado el protagonismo de ciertos actores -el hombre occidental, racional, dueño de sus pasiones- y ha dejado fuera a otros, o los ha puesto tras bambalinas, como acomodadores de utilería o como actores secundarios: las mujeres, los animales, los esclavos, los negros, los indígenas, en fin… La ontología puede verse también como teatro. Para Butler no hay ontología primera sobre la cual se pudiera elaborar una política, de inicio porque toda ontología es un teatro que contiene desde siempre guiones políticos, sociales, culturales. “No hay una ontología de género sobre la que podamos elaborar una política, porque las ontologías de género siempre funcionan dentro de contextos políticos determinados como preceptos normativos.”26

Desde esta perspectiva, la ontología no es fundamento, sino escenario, puesta en escena que trata de borrar su rastro para mostrarse como la sustancia de la realidad y, así, ejercer una función normativa y política exponiendo no sólo cómo son las cosas verdaderamente, sino cómo deberían ser: “La ontología no es un fundamento, sino un precepto normativo que funciona insidiosamente al introducirse en el discurso político como su base necesaria”.27 Que detrás de toda “verdad” hay una voluntad de verdad -o voluntad de poder- que pone entre paréntesis la inocencia y ecuanimidad que esperamos de ella, es algo que ya había adelantado Nietzsche y que después autores como Foucault retomarán al exponer el carácter histórico y políticamente condicionado del conocimiento y los discursos con pretensiones de verdad. Tales influencias son patentes en la obra de Butler, al negar que exista una ontología primera e intocable que determine, de manera natural y directa, qué sujetos somos.

La sospecha de que la ontología es ya una puesta en escena es algo que retomará con especial interés Luce Irigaray, en libros como This Sex Which Is Not One. Para Irigaray, la ontología y los diversos discursos que han sentado sus bases pueden verse como un gran teatro donde se han privilegiado ciertos actores, escenarios y actos. En tales puestas en escena, las mujeres y lo femenino han jugado un papel no sólo secundario, sino pasivo e incluso nocivo. Para esta lingüista y filósofa de origen belga, lo femenino ha fungido en realidad como escenografía, lugar material o receptáculo universal (khôra) que acoge lo que verdaderamente importa, es decir, las actuaciones del personaje principal: el orden, la razón, la forma, es decir, el atributo masculino. En la ontología clásica, la materia es la escenografía que funciona como receptáculo pasivo para la presentación de los actores, los diálogos, las ideas, es decir, la médula de la obra.

Por ejemplo, la “materia” de la cual se nutre el sujeto hablante para poder producirse, para reproducirse; la escenografía que hace posible la representación, representación tal y como es definida en filosofía, esto es, como arquitectónica de su teatro, su encuadre en el espacio y en el tiempo, su organización geométrica, sus elementos accesorios, sus actores, las posiciones respectivas de éstos, sus diálogos, en realidad, sus relaciones trágicas, sin pasar por alto el espejo, las más de las veces oculto, que permite al logos, al sujeto, duplicarse, reflejarse. Todos estos elementos que intervienen en el escenario aseguran su coherencia mientras no se les interprete. Así, tienen que volver a ser representados en cada figura del discurso, para desligarlo del valor de la “presencia”. En la obra de cada filósofo, empezando por aquellos cuyos nombres definen alguna era en la historia de la filosofía, debemos identificar cómo se quiebra la contigüidad material, cómo se mantiene unido el sistema, cómo funciona la economía especular.28

La ontología es una puesta en escena donde ciertos actores han jugado un rol protagonista y otros han obtenido un papel secundario, incluso marginal. La filosofía puede verse, así, como la historia de los distintos escenarios que han sido útiles para representar ideas, montar argumentos, fundamentar teorías, explicar conceptos. Como todo teatro ha necesitado de actantes y de antagónicos, de héroes y villanos, de protagonistas y dobles, de actores y de utilería. El espejo al que se refiere Irigaray (Speculum of the Other Woman) es lo que permite que todo protagonista tenga su antagónico, para dar sentido a sus acciones y fuerza a sus movimientos. El antagónico es necesario, pero siempre como el doble negativo y degradado del personaje que está en el centro de la obra. Así, frente a la forma y la razón se desdobla la materia, antagónico pasivo que tiene que ser conformado por la acción del espíritu. Este elemento pasivo tomó tanto en Aristóteles como en Platón atributos femeninos, mientras que el elemento espiritual y dador de forma se expresó con atributos masculinos. Ahora bien, este escenario debe permanecer oculto, debe pasar como natural e imperceptible. Así, la pasividad y receptividad femenina, así como el dinamismo y la dirección masculina, terminaron siendo un dato natural, la sustancia que define a cada género. Pero lo que autoras como Butler e Irigaray quieren mostrarnos es que todo esto que parece la sustancia del mundo es en realidad una puesta en escena que, de tanto repetirse, se ha naturalizado. Las escenificaciones filosóficas deben su popularidad a las innumerables iteraciones que han logrado producir una ilusión de naturalidad tan efectiva, que ya ni siquiera recordamos su carácter teatral. Esta efectividad ha escondido también la economía de la escenificación, su arquitectura, es decir, un ordenamiento de exclusión incluyente que da un lugar a lo femenino si y sólo si es invisible. “La economía que pretende incluir lo femenino como el término subordinado de una oposición binaria masculino/femenino excluye lo femenino, produce lo femenino como aquello que debe ser excluido para que pueda operar esa economía.”29

En la obra de Irigaray encontramos expuestas esas escenificaciones que han dejado a lo femenino en un papel secundario y subordinado. Uno de los textos en los que hace hincapié es en el Timeo. Este diálogo es abordado como una obra teatral en la que a la escenografía le corresponde el nivel más bajo en la escala del ser. Ésta es el elemento material, por ende femenino, que sirve de receptáculo para la forma inteligible, es decir, para el elemento masculino, formador, que carece de devenir, que es siempre él mismo, no engendrado, pero fértil, y que no recibe nada fuera de sí. En cambio, la materia, que ciertamente no admite la destrucción, está ligada a lo que deviene, a lo que cambia, a lo que no tiene su forma ni fin en sí misma, sino siempre en otra cosa, es decir, en la forma inteligible. Es además infértil y, para colmo, no es ni sensible ni inteligible, sino que pertenece a un tercer género, lo cual termina violando la lógica que se desprende del tercero excluso y del principio de no contradicción. Como expone Derrida, esta matriz receptora o khôra “parece tan pronto no ser ni esto ni aquello como ser a la vez esto y aquello. […] parece ajena al orden del ‘paradigma’, ese modelo inteligible e inmutable. Y, sin embargo, ‘invisible’ y sin forma sensible, ‘participa’ de lo inteligible de manera muy embarazosa, en verdad aporética”.30 La khôra es, así y según el Timeo: “emplazamiento para todo aquello que nace, una realidad que sólo puede aprehenderse en términos de un razonamiento bastardo”.31

La materia no tiene una existencia plena, es una especie de imagen que depende de algo más para ser. “Una imagen, en efecto, desde el momento en que no le pertenece eso de lo cual es imagen y es el fantasma siempre fugitivo de alguna otra cosa, por estas razones no puede venir al ser sino en cualquier otra cosa y adquirir así una existencia cualquiera, bajo la pena de no ser nada del todo.”32 Escenario receptor, la materia recibe la forma inteligible para dar lugar a los actores del mundo, pero ella misma es infértil. Principio de nutrición, su existencia depende de permanecer sumisa al principio formador.

Entonces, la nodriza del devenir, mientras se humedece y quema, recibiría así las formas de la tierra y del aire, sería sumisa a todas las afecciones que estos elementos llevan con ellos; la nodriza del devenir ofrecería una vista en apariencia infinitamente diversificada, no se encontraría en equilibrio bajo ninguna relación, en tanto estaría llena de propiedades que no serían ni semejantes ni equilibradas […].33

Ésta sería su condición natural al momento de comenzar a recibir su configuración con la ayuda de las formas […].34

La ontología clásica, para Irigaray, lejos de ser un discurso inocente y portador de verdades primeras, es en realidad un escenario que produce lo femenino en tanto escenario pasivo y carente, imagen negativa que necesita de la forma inteligible. Sin embargo, en este teatro donde los papeles, la escenografía y los diálogos están dispuestos de manera determinada, la posibilidad de la disrupción siempre está presente. Como en toda obra teatral, los personajes se pueden recrear, la escenografía puede transformarse, los papeles se pueden impugnar, algunos otros suprimir, otros intercambiar. Por ejemplo, el rol masculino necesita, para dirigir e imponer la forma, de su imagen negativa e infértil. No deja de ser irónico que por más activo y dador de forma que sea el principio inteligible, necesita, sin embargo, del elemento negativo y meramente receptor. Frente a la razón, la materia también teje sus argucias y puede hacer de su inconstancia una fortaleza. La mujer, como mero escenario, es también el lugar de la mímesis, puede tomar cualquier forma. Esto que puede verse como una carencia constitutiva es también una fortaleza radical. Ya veíamos que toda iteración contiene el germen de la sublevación, así, si bien la materia es concebida por su receptividad y carencia de forma, estos mismos elementos permiten verla como lo no acabado, lo que puede tomar este u otro camino, pues persigue su esencia siempre en otra parte -Elsewhere of “matter”, como la llama Irigaray-: “Si la mujer puede jugar con la mímesis es porque es capaz de traer nuevos nutrientes a su operación”.35 Así, materia y potencia están entrelazadas. En este talante, lo femenino no puede reducirse a pasividad sin más, sino que también puede verse como pasividad radical,36 como un sustrato que carece de sustancia -porque ésta es propiamente masculina- y por ello no está fijada o condenada a una determinada forma. Ahí radica su carácter disruptivo.

La mujer no puede argumentar contra el logos, pues implicaría quedar atrapada dentro del mismo modelo ontológico; debería entonces reiterar la manera en la que lo femenino es definido en el discurso para hacer manifiesto un exceso disruptivo en tal discurso. Este exceso amenazará de vuelta el orden filosófico y político masculino, y pondrá en cuestión la noción de lo propio, incluyendo la propiedad del discurso.37

La potencia subversiva de lo femenino, en el teatro del Timeo, viene de su carácter de escenario, de materia, de matriz receptiva cuyo papel es contener a los verdaderos actores y recibir una forma que no le pertenece. Su papel es el de la mímesis, el de la recepción de la forma, papel pasivo sin duda, pero por ello mismo cargado de potencia, pues no hay mímesis sin repetición, no hay teatro sin iteración y es en este elemento redundante donde reside su fuerza. Como lo expone Irigaray, si hay algo propio de la mujer es su lógica repetitiva -pues toda matriz repite la forma, pero no sin alteración-, en esta iteración hay un exceso que desborda toda interpretación y toda forma. Es este carácter iterativo lo que nos muestra qué puede un cuerpo, qué puede una matriz, qué puede un escenario. Pues lo que se repite despliega dos posibilidades contrarias, tiene la fuerza tanto de acercarse al original como de alejarse, puede al mismo tiempo coronar el origen o coronar la anarquía. La infidelidad al original es uno de los riesgos de toda repetición. Por ende lo que da lugar a lo no esperado, a la diferencia. De hecho, por mucho tiempo los defectos de nacimiento y los monstruos fueron atribuidos al carácter inestable de la materia, es decir, a la mujer. Aristóteles era partidario de esta perspectiva, pues el hombre guardaría un elemento divino, mientras que la mujer es materia. “En efecto, se producirían las cosas monstruosas cuando ‘la naturaleza formal no ha dominado a la naturaleza material’. La causa de lo monstruoso está en la materia”.38

Al no tener un carácter sustancial, la mujer está abierta a tomar esta u otra forma, con lo cual, lo más propio de la mujer termina abriéndose a otras posibilidades, incluidas las más impropias. La ontología clásica, como la platónica, es también un discurso que no se cierra en un sentido propio, no se agota en una sola lectura y respecto al cual, por lo tanto, podemos arriesgar otras puestas en escena.

Coda

Hemos visto la cercanía existente entre teatro y filosofía, ya presente en la Grecia clásica. Uno de los elementos que expresa esta cercanía es la iteración. Aunque las repeticiones y las copias son denostadas en la filosofía platónica, en algunas perspectivas contemporáneas -como la derrideana- se rescata la potencia de la iteración. Es en ésta que es posible introducir un elemento disruptivo que trastoca el original en la búsqueda de conservarlo, porque en la repetición lo que no se repite es lo semejante, lo idéntico.

Este elemento que trastoca el orden, a fuerza de la repetición, es algo que la filosofía ha introducido en sus propias puestas en escena. Luce Irigaray se dirigió con esta mirada a los diálogos platónicos, para encontrar en ellos una puesta en escena con sus personajes, situaciones y escenarios. En este teatro, en particular en el Timeo, el lugar de la mujer ha sido ligado desde siempre a la materia, es decir, el escenario-matriz que acoge a actores y protagonistas, pero que en sí mismo es infértil. Receptáculo pasivo de la forma masculina, es también el lugar de la iteración, de la mímesis constante. Así, si la ontología es un teatro que conserva y subvierte gracias a la iteración, contiene dentro de sí otras puestas en escena donde la iteración vuelve a prolongar su fuerza subversiva. La ontología es un teatro con muchos teatros dentro (en la Fig. 1 se intenta representar esta idea: el teatro Matrioska o los teatros enmarcados). El diálogo platónico es un teatro que contiene muchos otros, de la misma manera que el Timeo contiene, por ejemplo, el teatro de los géneros y de la diferencia sexual. En ese drama, la mujer -es decir la materia-escenario- vuelve a desplegar la potencia más radical del teatro, la iteración.

 
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Figura 1. 

María Luisa Bacarlett Pérez, Teatro Matrioska o teatros enmarcados.

 

En el teatro de los diálogos platónicos se desarrolla un teatro llamado Timeo, que contiene otro en su interior donde se escenifica el origen de la diferencia sexual. En este diálogo también se desarrollan otras puestas en escena, como la historia de la Atlántida, la actividad creativa del demiurgo o la conformación del cosmos a partir de los cuatro elementos, entre otras. Pero la que aquí abordamos, la de la diferencia sexual, destaca porque es un teatro que escenifica la potencia que hace posible al teatro mismo y a la filosofía: la iteración. En esta puesta en escena es la materia la que ostenta la fuerza de la mímesis y la repetición, pues carece de forma, puede tomar este u otro aspecto, buscando su esencia en cualquier lugar y de cualquier manera. Pero al no estar destinada a una forma precisa, la materia -escenario-matriz-, en su iteración mimética, abre un exceso, un resto que la forma no puede subsumir del todo y es ahí donde los límites de la razón -masculina- pueden subvertirse y su papel protagónico impugnarse.

La iteración introduce la diferencia tanto en el teatro como en la filosofía. Así, ver en esta última una serie de puestas en escena que intentan repetir el original es un forma de crítica a la metafísica, pues nos mostraría que no hay original al cual retornar. La pregunta por el ser se contestaría en las innumerables puestas en escena que han intentado volver al origen. Nos mostrarían también que no hay origen y que todo lo que hay son tales puestas. Este escenario despliega un cierto aire de libertad, puede darnos elementos de crítica frente a lo que se nos muestra como natural e insoslayable, como lo expone Artaud: “No somos libres. Y el cielo se nos puede caer encima. Y el teatro ha sido creado para enseñarnos eso ante todo.”39

No podemos cerrar este trabajo sin dejar de reconocer que así como la ontología se despliega teatralmente, el teatro engendra también ontologías. Como lo expone Jorge Dubatti, el arte en general, y el teatro en particular, producen una fisura ontológica entre el mundo cotidiano y el mundo que viene a la existencia a través de la obra. Con cada puesta en escena se pone un mundo a existir que hace nacer otros entes, otras sensaciones, otras experiencias, más allá de lo cotidiano y del sentido común, verdaderos acontecimientos que trastocan las formas familiares de estar en el mundo: “la función ontológica reenvía al ‘sentar’ un mundo, más que a representarlo o presentarlo, en el acontecimiento teatral”.40 Éste es otro punto de coincidencia entre teatro y filosofía, pues en el primero la creación artística es inseparable de una instauración ontológica, mientras que en la segunda pensar es inseparable de un despliegue poiético: toda ontología es una forma de creación. Ésta es otra manera, quizá, de volver al debatido tema sobre las afinidades entre creación y pensamiento.

 
 
 

 

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NOTAS

Badiou abordó en profundidad este tema en obras como Petit manuel d’inesthétique e In Praise of Theatre (en coautoria con Nicolas Truong). Foucault habla específicamente del pensamiento filosófico visto como un teatro con sus propios actores en “Theatrum Philosophicum”. Deleuze, por su parte, utiliza conceptos como el de personaje conceptual para exponer al filósofo como un personaje cuya actuación le permite dar un cierto orden al caos, creando un plano de inmanencia, sin el cual ningún pensamiento sería posible. El personaje-filósofo se sumerge en el caos y extrae de él signos que nos muestran algo nuevo (véase Caroline San Martin, “Personnage, pensée, perception: Entre figure esthétique et personnage conceptuel, oscille le personnage du cinema”). De igual forma, en “The Method of Dramatization”, Deleuze expone que las cuestiones filosóficas no deben comenzar por el ¿qué es algo?, sino por el: ¿quién?, ¿cuánto?, ¿cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo? Es decir, el pensamiento es una especie de teatro donde se expresan ideas encarnadas, con su propio movimiento y drama: “Dado un concepto, siempre podemos buscar el drama, el concepto nunca se dividiría o especificaría en el mundo de la representación sin los dramáticos dinamismos que lo determinan en un sistema material por detrás de toda representación posible”. Gilles Deleuze, “The Method of Dramatization”, 95. No hay que olvidar tampoco el texto que Deleuze escribió con Carmelo Bene: “Un manifiesto menos” (2020), donde habla del carácter menor del teatro, con sus propios gestos y política. Por otro lado, desde la reflexión sobre el teatro, ya Antonin Artaud nos legó toda una serie de escritos sobre la cercanía entre éste y la filosofía. Véase Antonin Artaud, El teatro y su doble.

Definiremos puesta en escena como el lugar, el tiempo y la circunstancia donde ocurre la escenificación de una obra. Con este término nos referimos a la orquestación de todos los elementos que componen una producción teatral: actuación, atuendos, decoración, iluminación, sonido. A partir de la lectura de una obra desde una perspectiva particular, se privilegian ciertos personajes, se selecciona una cierta escenografía y vestuario, se hacen cambios de época, una mujer puede representar a un personaje masculino o viceversa, o una escena cómica podrá ser ejecutada de manera trágica; todo ello implica un trabajo de recreación y creación, de creación original frente a la repetición de la misma obra. Así, cada puesta en escena es única, lo cual hace del teatro un arte viviente. Es a partir de la segunda mitad del siglo XIX que el director sustituye oficialmente al dramaturgo en la tarea de organizar la producción de una obra, parafraseando a Adolphe Appia (citado en Patrice Pavis, Dictionary of the Theatre: Terms, Concepts, and Analysis): cuando el director se convierte en el encargado de proyectar en el espacio lo que había sido plasmado en el tiempo. Para Veinstein, “en un sentido amplio, el término mise-en scène se refiere a todos los recursos de la escenificación: decorado, música, iluminación y actuación; en un sentido estrecho […] se refiere a la actividad que consiste en arreglar, en un espacio y tiempo particulares, los variados elementos requeridos para la escenificación de un trabajo dramático”. André Veinstein, La mise-en-scène théâtrale et sa condition esthétique, 7. Recurrimos, finalmente, a la definición que da Jacques Copeau, la cual favorece los objetivos del presente artículo, en tanto resalta la actividad, es decir, el elemento performativo: “Por mise-en-scène entendemos el diseño de la acción dramática. Es todo el conjunto de movimientos, gestos y actitudes, la concordancia de las expresiones faciales, voces y silencios; es la totalidad de la escenificación, que fluye desde un solo pensamiento que concibe, organiza y armoniza”. Jacques Copeau, Registres I. Appels, 29.

Michael Hensel, Performance-Oriented Architecture: Rethinking Architectural Design and the Built Environment, 17. Todas las versiones en español son propias.

El teatro también tuvo su propio giro performativo, que puede leerse como una transformación profunda en la manera de concebir la actividad teatral, es decir, ya no se trata de representar una realidad o un original que se supone primero, sino que la obra es un proceso, es un hacer que crea una situación nueva, sin que sea necesario tener como referencia un guion o una realidad externa (autorreferencialidad). De igual forma, los roles del actor y del espectador entran en una zona de indiscernibilidad, llevando a éste último a una experiencia transformadora. Estas zonas de umbral nos llevan a situaciones liminares, como lo expone Victor Turner, las entidades liminales no están ni aquí ni allá, habitan el entre. Véase Richard Schechner, Performance Studies: An Introduction. Estos espacios liminares pueden abrirse entre el actor y el espectador, o entre la ficción y la realidad; también pueden dar lugar a estados de inestabilidad a partir de los cuales “puede surgir algo imprevisible, algo que alberga el riesgo del fracaso, pero también la oportunidad de una transformación exitosa”. Erika Fischer-Lichte, Estética de lo performativo, 353. La posibilidad de lo nuevo, de lo no esperado, es lo que también emparenta a la escenificación con el acontecimiento: “En la escenificación se diseña una situación en la que algo puede acontecer”. Fischer-Lichte, Estética de lo performativo, 374. Las puestas en escena se resisten, además, al esquema hermenéutico tradicional, en el que se busca comprender el porqué de las acciones de los actores; ahora se trata, en realidad, de acompañar el proceso, seguir las acciones y las experiencias del artista, al punto de participar de ellas. De igual forma, a diferencia del teatro tradicional, en los performances la materialidad cobra otro peso, ahora cada elemento material tiene mayor importancia, un objeto puede portar significados insospechados y cambiar radicalmente nuestra interpretación de la obra, es decir, “a un mismo significante se le pueden atribuir los más diversos significados”. Fischer-Lichte, Estética de lo performativo, 35. Esta centralidad de lo material vuelve a aparecer en la importancia que cobra el cuerpo en este tipo de actividad teatral. El cuerpo y lo que hace prevalece sobre la signicidad, son sus acciones lo que impacta, antes que el sentido de las mismas. El cuerpo del artista no es una superficie pasiva, avocada a representar algo previo, no está ahí para expresar una identidad preconcebida, sino para generar una identidad, para hacer realidad y no sólo representarla. Por otra parte, en el performance no es necesario el director, ni los diseñadores, ni todo el aparato técnico del teatro, ni espacios específicos, o bien, todos estos elementos pueden entrar en una situación liminar o minimalista. Véase Diana Taylor, Performance.

Para Martin Puchner hacer de Platón el enemigo mortal del teatro no sólo termina siendo injusto con su filosofía, que es una forma de teatro, sino termina siendo injusto con el propio teatro, pues antes que enemigo, Platón fue reformador radical del teatro, alguien que profetizó una forma de drama que está más cerca del drama moderno. Véase Martin Puchner, The Drama of Ideas: Platonic Provocations in Theater and Philosophy.

Alain Badiou y Nicolas Truong, In Praise of Theatre, 26.

Puchner, The Drama of Ideas…

Es cierto que después de Platón, la filosofía abandonó el diálogo y optó por el tratado en prosa, sobre todo a partir de Aristóteles. A pesar de este giro, la filosofía no ha abandonado del todo su carácter teatral. Como lo expondremos más adelante, si no es posible regresar al original, lo que nos queda es la repetición con distintos personajes y escenas. Sólo así se puede comenzar a pensar. Este elemento iterativo es algo que filosofía y teatro comparten.

Javier Antolín Sánchez, “Platón y la tragedia ática”, 332.

Esta imagen debe, sin embargo, matizarse, pues la tragedia era una escenificación que no se centraba en los diálogos ni en los personajes, sino —como ya lo apunta Nietzsche en el Nacimiento de la Tragedia— en el coro. En la filosofía platónica el centro es el diálogo, es decir, las líneas jugadas por cada personaje y las ideas que se desprenden de sus argumentos. Se trata, por tanto, de un desarrollo racional de ciertas ideas a través del diálogo, donde el elemento emotivo y pasional estaba limitado. A pesar de ello, el diálogo puede verse como una puesta en escena no trágica que hizo del acto teatral algo intrínseco al acto filosófico. “Los diálogos son una especie de teatro y están en deuda con los modelos de la tragedia, pero son también un teatro creado para sustituir a la tragedia como paradigma de enseñanza moral.” Antolín Sánchez, “Platón y la tragedia ática”, 333.

Laura Cull, “Performance Philosophy: An Introduction”, 6.

Badiou y Truong, In Praise of Theater, 29.

Badiou y Truong, In Praise of Theater, 33.

Platón, “République”, 604e.

En el teatro hay repetición, pero no es repetición de lo mismo. Este rasgo toma formas singulares a partir del giro performativo. Podría pensarse que en las expresiones performativas la repetición no tiene lugar, pero todo lo contrario. Para Diana Taylor y para Richard Schechner, por mencionar a dos teóricos del giro performativo teatral, la médula del performance es la repetición. Para Taylor, “El performance es comportamiento reiterado, reactuado, o revivido. Esto significa que el performance —como práctica corporal— funciona dentro de un sistema de códigos y convenciones”. Taylor, Performance, 22. Para Schechner, aunque lo que sucede en un performance nos puede parecer del todo nuevo, en realidad no es así, si sus acciones y gestos “se descomponen lo suficiente y se analizan se revelan como comportamientos restaurados”. Schechner, Performance Studies, 29. Incluso puede tratarse de acciones muy íntimas, violentas o sublimes, ocultas al ojo público, que al restaurarse públicamente no pierden este elemento de repetición. “El arte de Kaprow subraya, resalta o hace a uno consciente del comportamiento ordinario, prestando mucha atención a cómo uno se prepara la comida, mirando los pasos de uno después de caminar en el desierto”. Schechner, Performance Studies, 29. En el performance hay repetición, pero no se trata de una repetición simple que partiría de un original para representarlo una y otra vez, sino que se trata de una iteración sin original; a lo sumo, lo que podemos rastrear es una huella, que en sentido derrideano es ya puro diferir. Kaprow no está copiando el acto de preparar de comer —y tendríamos que preguntarnos ¿cuál?, ¿cuál acto de preparación de comida?, ¿el francés, el chino, el mexicano?—, porque preparar de comer no es un acto puro, no es un original, sino él mismo es ya diferencia, sólo podemos definirlo evocando al mismo tiempo lo que no es: cazar un animal, cosechar verduras, comprar carne en el mercado, comer… Y habrá lugares, incluso, en los que preparar la comida incluya ir al mercado y buscar las mejores verduras, o cazar al animal. “Preparar de comer” no es un acto puro, no responde a una definición fija y completa, bien al contrario, es ya una acción incompleta que depende de lo que no es. Así, el original se falta a sí mismo como original, de tal forma que todo lo que “lo repite” en realidad sólo repite la pura diferencia. Estamos ante un caso de repetición que sólo tiene lugar si se repite lo diferente, la incompletud de un origen inexistente, algo que también se acerca a la idea de diferencia y repetición deleuziana. Ningún ente o acto puede definirse sin esta incompletud de origen, sin este carácter diferenciante que está siempre ya desde el comienzo —¿y podrá establecerse algún comienzo?—: “El campo del ente, antes de ser determinado como campo de presencia, se estructura según las diversas posibilidades —genéticas y estructurales— de la huella”. Jacques Derrida, De la gramatología, 61.

Michel Foucault, “Theatrum Philosophicum”, 967.

Jacques Derrida, Limited Inc., 265.

Derrida, Limited Inc., 117.

Derrida, Limited Inc., 29.

Yonathan Listik, “Derrida’s Performance”, 15.

Derrida, Without Aliby, 215.

Derrida, Limited Inc., 46.

Listik, “Derrida’s Performance”, 15.

John Austin, How To Do Things With Words, 7.

Judith Butler, Cuerpos que importan, 111.

Butler, Deshacer el género, 287. Las cursivas son propias.

Butler, Deshacer el género, 288.

Luce Irigaray, This Sex Which Is Not One, 75. Las cursivas son propias.

Butler, Cuerpos que importan, 66.

Derrida, Khôra, 16.

Platón, “Timée”, 53b.

Platón, “Timée”, 52b.

Platón, “Timée”, 52d.

Platón, “Timée”, 53b.

Irigaray, This Sex Which Is Not One, 76.

En el sentido en que la define Thomas Carl Wall, es decir, como una pasividad que conlleva al mismo tiempo una enorme potencia y que, por ello, puede implicar la apertura a nuevas formas y usos, al acontecimiento. Wall retoma de Levinas el ejemplo del arte, en él, desde casi sin nada —un sonido, un color— somos llevados más allá de lo que esperamos del mundo, éste puede tomar otras formas, abrirse a nuevos usos y, con ello, desposeernos y descentrarnos. Véase Thomas Carl Wall, Radical Passivity: Levinas, Blanchot, and Agamben.

Max Statkiewicz, Rhapsody of Philosophy: Dialogues with Plato in Contemporary Thought, 156. Las cursivas son propias.

Marcelino Rodríguez Donís, “La naturaleza humana en Aristóteles”, 122.

Artaud, El teatro y su doble, 91.

Jorge Dubatti, Filosofía del teatro II. Cuerpo poético y función ontológica, 71.

Semblanza

María Luisa Bacarlett Pérez. Doctora en Filosofía de la Ciencia por la Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa, cuenta con estudios doctorales en la Universidad París VII y en la Universidad de Alicante. Ha realizado estancias de investigación en el Instituto de Historia y Filosofía de las Ciencias y las Técnicas en París, Francia, y en la Universidad de Hamburgo, Alemania. Algunas de sus publicaciones son: Friedrich Nietzsche. La vida, el cuerpo y la enfermedad (UAEMex, 2006), Una historia de la anormalidad. Finitud y ciencias del hombre en la obra de Michel Foucault (UAEMex-Gedisa, 2016), Deleuze, Borges y las paradojas (UAEMex-Gedisa, 2017) y Breve introducción al pensamiento de Georges Canguilhem (UAM, 2018). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Conacyt.